Los hombres que llegaron a la Luna
La presión era enorme. Hacía tan solo dos meses que el Apolo 10, comandado por Thomas P. Stafford, había orbitado la Luna y realizado el ensayo general para el alunizaje, a tan solo 14 kilómetros de la superficie lunar. Y ahora, como un corredor olímpico que recibe el testigo de las manos de su compañero, el Apolo 11 calentaba sus motores, aquel 16 de julio de 1969.
Ocupando sus lugares en las entrañas del cohete, Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins compartían un vacío en el estómago. Esto era para lo que habían entrenado. Estaban listos. Pero la sombra del incendio del Apolo 1 acechaba en algún lugar remoto de sus mentes. Era inevitable.
El cohete Saturno V rugió como una fiera cuando la cuenta regresiva alcanzó el cero. Los astronautas, cerrando los ojos para no ver el propio miedo en los ojos de sus compañeros, aguantaron la respiración durante los pocos segundos que tardó el vehículo en abandonar la plataforma de despegue. Eran las nueve y media de la mañana, y el mundo fijaba los ojos en aquellos tres hombres, que en poco más de nueve minutos comenzaron a sentir los efectos de la microgravedad.
Un rápido rellano en la escalera
Lo peor había pasado. O al menos lo peor del comienzo. Armstrong, Aldrin y Collins se vieron por primera vez en lo que iba de misión, y procedieron a calibrar sus equipos y repasar las necesarias telecomunicaciones. Durante las siguientes tres horas el Apolo 11 orbitó la Tierra, a unos 215 km de altura, mientras ellos verificaban que la trayectoria establecida era la correcta. Alguno se habrá asomado a la ventanilla, para contemplar la inmensa mancha azul que era el planeta, y la negrura infinita del espacio del otro lado. Era mejor no preguntarse si esa sería su despedida.
La nave dio dos órbitas completas al planeta antes de que Houston les anunciara el inicio del recorrido hacia la Luna. Ya se habían orientado de la manera correcta y el motor de la tercera etapa comenzó a impulsarlos cada vez más lejos de casa, hasta alcanzar los 45.000 km/h.
Si los cálculos habían salido bien, la gravedad de la Luna pronto los acogería y comenzarían a orbitarla. Si no, tendrían que coordinar con Houston las medidas correctivas, corriendo siempre el riesgo de que el cohete los arrojara en un camino directo hacia la nada, o los dejara simplemente a la deriva. Prácticamente no había margen para el error.
“¿Cómo lo ven?”, quizás les preguntó algún astronauta a sus compañeros. Y Armstrong, de apenas 38 años, habría respondido de inmediato que sí, que pintaba bien, que conservaran la calma. Ese era el rol, a fin de cuentas, del comandante de la misión: mantener una cierta atmósfera de entusiasmo.
En los oscuros brazos de Selene
Tres largos días de comprobaciones de navegación y mínimas correcciones del rumbo los condujeron hacia el abrazo de la Luna. En ese lapso, el Apolo 11 perdió parte de su velocidad debido a la atracción de la Tierra, pero paulatinamente la fue recuperando al acercarse, cuando alcanzó los 9000 km/h.
Entonces comenzó un nuevo punto crítico de la misión: la inserción en órbita lunar, una maniobra que debía llevarse a cabo en el misterioso lado oscuro de la Luna. Durante media hora las telecomunicaciones serían imposibles y la misión estaría totalmente por su cuenta. Durante ese trayecto estuvieron tensos, verificando dos y tres veces cada detalle. Si algo sucedía, no podrían informarlo, ni siquiera pedir ayuda o despedirse de sus familias.
Los controles automáticos de frenado se dispararon a tiempo y la nave comenzó a enlentecer su marcha para permitir que la gravedad lunar hiciera su trabajo. Esta vez los astronautas se sintieron más confiados, a medida que la cara pálida y rocosa de la Luna llenó el espacio afuera de las ventanillas de la nave, pero ninguno se atrevió a interrumpir un silencio respetuoso. Estaban solos, a 400.000 kilómetros de distancia de la Tierra. Solos con la Luna.
Finalmente la radio volvió a la vida y Houston les confirmó el éxito de la maniobra. Entonces, al fin, los tres reventaron en sonoras carcajadas. Estaban orbitando la Luna. Lo habían conseguido.
Un gran salto para la humanidad
Con los ánimos renovados, emprendieron la siguiente fase, no menos peligrosa, de la misión. La nave debía dividirse en dos partes: “Eagle” (águila), el módulo lunar, tripulado por Armstrong y Aldrin, emprendió el descenso hacia la superficie lunar; mientras que “Columbia”, el módulo para el regreso a casa, continuaba orbitando el satélite bajo el mando de Collins. Era la primera vez que el grupo se separaba desde el inicio de la misión. Pero estos eran profesionales, los primeros soldados del espacio.
A las 100 horas de iniciada la misión, es decir, a los casi cuatro días, el Eagle inició el descenso hacia el llamado mar de la Tranquilidad (Mare Tranquillitatis), donde lo esperaba la superficie polvorienta de la Luna.
En Houston eran las 15:17 horas del 20 de julio cuando la voz de Neil Armstrong les llegó a través del equipo de comunicación: “Houston, aquí base Tranquilidad… el Águila ha alunizado”. Solo podemos imaginarnos el griterío que semejante mensaje debe haber despertado entre quienes supervisaban la misión desde la Tierra.
Seis horas después del alunizaje, Armstrong se puso su traje espacial y emergió del módulo lunar para echar un ojo en persona. Descendiendo las escalerillas de su nave, activó la cámara de televisión que iba incrustada en su traje y transmitió las imágenes a 600 millones de televidentes ansiosos.
A su alrededor, el espacio era un negro infinito y la Luna un desierto maravilloso. “Este es un pequeño paso para un hombre”, dijo en cuanto la primera de sus botas se posó en el suelo lunar, “…pero un salto inmenso para la humanidad”.
Aquella frase quedaría para la historia.
Referencias:
- “Apolo 11” en Wikipedia.
- “Narración” en Wikipedia.
- “El viaje del Apolo XI, minuto a minuto: un salto de 393.309 kms hacia la gloria” en El Español.
- La aventura más grande y peligrosa” en el diario El Mundo (España).
- “16 de Julio de 1969. 51 Aniversario Lanzamiento del Apolo 11” en NASA.
¿Qué es un texto narrativo?
Un texto narrativo es aquel que contiene un relato, o sea, que le brinda al lector una serie de eventos hilados de manera ordenada y en los que se narra una historia. El elemento característico del texto narrativo es la presencia del narrador, que puede ser o no un personaje dentro de la historia. La historia posee una trama, o sea, una conexión entre los eventos y una serie de personajes, que se pueden dividir entre principales (a quienes les ocurre la historia) y secundarios (quienes acompañan a los principales).
Algunos ejemplos de textos literarios son cuentos, novelas, crónicas, leyendas, mitos, y textos periodísticos.
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