Conspiranoia: esa pandemia dentro de la pandemia
El internet en casa dejó de funcionar, cosa grave en estos tiempos de “home office”. La empresa proveedora me dijo que el módem requería un reemplazo, así que al día siguiente envió a un técnico para realizar el trabajo: un tipo parlanchín, simpático, que durante los cuarenta y cinco minutos de su visita no atinó a ponerse bien el tapabocas (dejaba afuera la nariz), y que ante mi clara incomodidad al respecto insistió en que no hacía falta preocuparse: el Covid-19 en realidad no existía. Era todo un invento de los medios, una fachada para intentar implementar un nuevo orden mundial.
Por ese mismo motivo, según me explicó, no se había vacunado ni pensaba hacerlo, ni tampoco permitiría que lo hicieran los integrantes de su familia. Naturalmente, traté de ofrecerle argumentos sensatos en contra, como los cientos de miles de fallecidos, pero sus razones no estaban abiertas al debate. Me dijo, en cambio, que aprovechara el internet recién recuperado para “investigar”: palabra con la que se refería a ver videos de dudosa procedencia en YouTube.
Por desgracia, mi técnico no constituye un caso aislado estos días. Son muchos y de distinta procedencia quienes se contagian lo que parece ser la pandemia dentro de la pandemia: las teorías conspirativas. Gente preñada de una desconfianza tal por el sistema, por los medios de comunicación y por el gobierno, que es capaz de meterlo todo en un mismo saco y sostener abiertamente que sectores fanáticamente irreconciliables de la sociedad trabajan en realidad de manera conjunta, para imponer una “dictadura sanitaria” a través de una “plandemia” y así alcanzar un “nuevo orden mundial”. Este último a ratos se traduce en la reducción de la población, y en otros en objetivos menos evidentes, como implantar microchips para el rastreo individual o imponer un negocio mundial de vacunaciones eternas.
Lo triste es que uno podría pensar que se trata de un asunto de sectas, de unos pocos lunáticos, de gente ignorante o que sufre un retardo cultural. Pero no es cierto. He encontrado versiones más o menos similares en boca de gente de todos los estratos, gente que fue a la universidad y gente que nunca pisó una escuela, porque en verdad la conspiranoia no es fruto de una labor intelectual sino de una condición propia de la condición posmoderna.
Partamos de algo razonable: la realidad es compleja y no siempre se tiene un punto de vista que nos permita entenderla de un modo satisfactorio. Dicho con otras palabras: hay mucho en el mundo que es difícil de entender. Es por eso que la historia humana ha sido siempre tan conflictiva, tan llena de atropellos, de arbitrariedades y de masacres insólitas en nombre de un ideal trascendente.
Nuestra existencia es huérfana: no sabemos por qué estamos aquí, no hay nadie que nos lo explique. Solamente tenemos el conocimiento que hemos ido acumulando a lo largo de los siglos, un saber que cada cierto tiempo debemos revisar con ojo crítico para asegurarnos de que los nuevos hallazgos no los contradigan. Para eso inventamos la academia: para revisar, actualizar, cuestionar y verificar dicho conocimiento, que bien puede ser de índole científico, filosófico, artístico, o como sea.
Pero esa necesaria actividad intelectual claramente se ha ido alejando del gran público. Qué principios increíbles impulsan la ciencia y la tecnología, qué debates se dan respecto del arte contemporáneo o cuáles son los dilemas urgentes de nuestra era parecen ser asuntos conocidos por una minoría. El resto queda inmerso en el oscurantismo, que como bien sabemos es terreno fértil para la superstición, la paranoia, la manipulación y, sobre todo, la falta de un pensamiento crítico e informado.
Es por eso que alguien puede mostrarse incrédulo ante lo que ve en televisión, pues intuye que hay detrás siempre una agenda política (como generalmente la hay) y, al mismo tiempo, confiar ciegamente en la información que le brinda un canal anónimo de YouTube, sin preguntarse quién produce ese material, cuáles son sus fuentes y por qué lo difunde en esa plataforma masiva. Y esto último, me parece, es clave: la gratuidad del contenido en internet.
Las redes sociales son un negocio entre la empresa que las rige y sus anunciantes publicitarios, es decir, son un negocio que no involucra a sus usuarios, ya que la atención de las masas es justamente el producto ofrecido. No existe, por ende, ninguna regulación sobre el contenido-basura que ofrecen: ninguna estrategia de legitimación, ningún valor crítico.
Pero si bien esto explica por qué se vende contenido irresponsable en las redes sociales, no explica por qué mi técnico de internet prefiere creer esas explicaciones disparatadas sobre la pandemia. Y la respuesta, a mi modo de ver, apunta a lo afectivo, lo espiritual, lo íntimo.
Frente a una realidad crecientemente compleja y sobrecogedora, formar parte de la secta antivacunas le da un sentido simple a la existencia, la organiza en términos elementales y de paso refuerza este punto de vista con un sentido de superioridad moral: “yo entiendo lo que las masas ignoran”.
Como los terraplanistas y los que creen que al mundo lo gobierna una élite de reptiles, los conspiranoicos del Covid son gente ávida de sentido, de guiatura, de un código ético y político con el que regirse. Padecen de un vacío existencial que estas teorías pueden llenar, del mismo modo en que el paquete de papas fritas llena el estómago vacío. Pero si algo no son los conspiranoicos es una excepción: en realidad son reflejo de una profunda carencia de nuestra época.
Referencias:
- “Periodismo de opinión” en Wikipedia.
- “Covid-19” en Wikipedia.
- “¿Qué es un coronavirus?” en La Vanguardia (España).
- “Brote de enfermedad por Coronavirus” en la Organización Mundial de la Salud.
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