Crónica breve de una larga cuarentena latinoamericana
El 26 de febrero de 2020, las pantallas de nuestros televisores se centraron en Brasil: allí se detectó el primer caso latinoamericano de la nueva enfermedad por coronavirus que se esparcía por el mundo, y a cuyo extraño nombre compuesto de siglas (virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19) muy pronto nos acostumbraríamos.
Ya muchos sabíamos que la llegada del virus a nuestros respectivos países era inminente: dos días después se anunció el primer caso en México, el 3 de marzo el primero en Chile y en Argentina, el 6 de marzo en Colombia y en Perú, el 9 en Panamá, el 10 de marzo en Bolivia, el 11 de marzo en Cuba… el virus, estaba claro, tocaba ya a nuestras puertas.
A pesar de los esfuerzos de la Organización Mundial de la Salud, no había consenso respecto a la naturaleza de la enfermedad. Dependiendo de a quién uno escuchara o en qué partido político uno militase, las recomendaciones para prevenir la enfermedad eran unas u otras: usar o no usar el tapabocas, usar el alcohol en gel para las manos, exponerse tempranamente a la enfermedad o evitar a toda costa las aglomeraciones y un disparatado etcétera que hoy, año y medio después de iniciada la pandemia, en cierta medida se sostiene.
Sin embargo, pronto se hizo evidente que los gobiernos debían tomar algunas medidas. Un vistazo a lo ocurrido en Italia, España y otros países del supuesto “primer mundo” nos daba una radiografía de lo que podría pasar si se dejaba al virus correr a sus anchas. Así que en el propio mes de marzo comenzaron las cuarentenas.
El 30 de marzo ya se habían anunciado restricciones en casi todos los países del continente, comenzando por Uruguay (el 13 de marzo, el mismo día en que se reportó el primer caso), y con la tardía incorporación de México (30 de marzo), Cuba (31 de marzo) y Nicaragua, país en el que no se han anunciado medidas de este tipo a pesar de que el 19 de marzo tuvieron su primer caso conocido. El archipiélago latinoamericano demostraba, una vez más, su dificultad para responder de manera unificada y conjunta a los retos que se le presentaban.
De hecho, el significado mismo de “cuarentena” varía enormemente de un país al siguiente. En algunos casos se nos pidió que nos quedáramos en casa, se nos impusieron horarios más o menos estrictos para ir a hacer la compra y permisos específicos para ir al trabajo, que había que tramitar con el gobierno. En otros, simplemente se nos aconsejaba evitar reuniones y se limitaba la cantidad de personas que podían ocupar un espacio (una tienda, por ejemplo) al mismo tiempo. El alcohol en gel se hizo universal, los tapabocas más o menos también, aunque aún hay mucha gente que se niega a usarlos o los usa solo cuando es estrictamente necesario.
En aquel entonces, pensábamos que la enfermedad tendría un plazo corto de vida. Como había ocurrido ya con las epidemias de fiebre porcina o gripe aviar, en unos meses la vida retomaría su curso y el conteo de casos se derrumbaría. Quizás por eso en principio se plantearon a corto plazo. Por eso y porque su impacto era terrible en la economía de nuestra región, la más desigual del planeta.
En mayo, muchos de nuestros países habían anunciado una reapertura, así fuera parcial, de sus respectivas actividades económicas. La gente, dijeron, tiene que volver a trabajar. Había incluso quien daba a entender que el contagio y la muerte de muchos sería, simplemente, inevitable, y por lo tanto no valía la pena arruinar la economía de un país para tratar de impedirlo.
Otros señalaban que la mortalidad de la enfermedad es “baja” (alrededor del 4%) y aseguraban que no es muy distinto de una gripe ordinaria: se la llamaba “gripecita” o “gripecinha”, con sorna, cuando los brotes de contagio diezmaron las poblaciones vulnerables de Guayaquil, Ecuador, durante abril de 2020, o en la región de Manaus, Brasil, a comienzos de 2021.
La mayoría de nosotros, temerosos de contagiar a nuestros seres queridos, asumimos un nuevo modelo de vida: el distanciamiento social, e incorporamos las mascarillas o tapabocas a nuestro arsenal diario.
Cuando se entendió que la pandemia no duraría unos pocos meses, surgió todo un mercado de tapabocas: desechables, lavables, estampados, con motivos, de uno u otro equipo de fútbol, con una, dos y tres capas de tela. La cuarentena dejaba su huella en la moda, en la manera de saludarnos (de lejos, con el codo, con el puñito) y en la forma de trabajar (los más afortunados, con el llamado home-office). El mundo estaba cambiando y muchos aventuraron que el futuro, simplemente, sería así.
Hoy, casi a finales de 2021, estamos aún expectantes, preguntándonos si tendrían razón. Las mascarillas, el alcohol en gel y la desconfianza hacia los espacios cerrados nos siguen acompañando, y el virus SARS-CoV-2, por desgracia, en sus nuevas versiones y mutaciones, también.
Referencias:
- “Crónica” en Wikipedia.
- “El coronavirus en América Latina” en AS/COA.
- “Coronavirus: el mapa interactivo que muestra las medidas o distintos tipos de cuarentena que adoptaron los países de América Latina” en BBC News Mundo.
¿Qué es una crónica?
Una crónica es un tipo de texto narrativo en el que se abordan hechos reales o ficcionales desde una perspectiva cronológica. A menudo son narrados por testigos presenciales, a través de un lenguaje personal que echa mano a recursos literarios. Considerado usualmente como un género híbrido entre el periodismo, la historia y la literatura, la crónica puede abarcar tipos de narración muy diferentes, como son la crónica de viajes, la crónica de sucesos, la crónica gastronómica, etcétera.
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