Se denomina caricatura literaria a la figura retórica en la que se realiza un retrato de una persona, exagerando sus rasgos físicos o las características de su personalidad, para ridiculizarla.
Su finalidad es humorística y refleja la mirada aguda y crítica del autor, quien selecciona los rasgos más relevantes y delinea la transformación del personaje para volverlo irrisorio.
A veces las caricaturas literarias tienen la intención de promover cambios políticos y sociales, al realizar cuestionamientos que, a pesar del tono humorístico, pretenden poner en evidencia situaciones de abuso de poder, desigualdades o injusticias.
Algunos autores que utilizaron caricaturas en sus obras fueron Miguel de Cervantes Saavedra, Alonso Gerónimo de Salas Barbadillo, Francisco de Quevedo, entre otros.
- Ver también: Tipos de descripción
Recursos utilizados en la caricatura literaria
Algunos recursos de los que se vale la caricatura literaria son:
- Comparación. Señalar relaciones de semejanza entre algún rasgo del personaje descrito y algún elemento. Por ejemplo: Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas.
- Metáfora. Reemplazar un elemento por otro con el que guarda cierto parecido. Por ejemplo: Era un reloj de sol mal encarado,/ érase un elefante boca arriba, /érase una nariz sayón y escriba, / era Ovidio Nasón más narizado.
- Hipérbole. Exagerar profundamente los rasgos de personalidad o las características físicas. Por ejemplo: Érase un naricísimo infinito.
- Personificación. Dotar de rasgos humanos a un animal o un objeto. Por ejemplo: Los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado.
- Cosificación. Degradar a la persona que se describe, para transformarla en una cosa o para que sea vista como si fuera una cosa. Por ejemplo: [la anciana] producía el efecto de ser un puro montón de ropas.
Ejemplos de caricaturas literarias
- Historia de la vida del Buscón, de Francisco de Quevedo (1626)
Él era un clérigo de cerbatana, largo solo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán), los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuevanos, tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada una.
Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los güesos como tablillas de San Lázaro. La habla ética; la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábale los cabellos un muchacho de nosotros.
Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabia de que color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños.
Parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.
- «A un hombre de gran nariz», de Francisco de Quevedo (1647)
Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una alquitara medio viva ,
érase un peje espada muy barbado.
Era un reloj de sol mal encarado,
érase un elefante boca arriba,
érase una nariz sayón y escriba ,
era Ovidio Nasón más narizado.
Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce Tribus de narices era.
Érase un naricísimo infinito,
frisón archinariz, caratulera
sabañón garrafal, morado y frito.
- El romanticismo y los románticos, de Benito Pérez Galdós (1837)
Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente añudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. Por bajo de él, descolgábanse de entrambos lados de la cabeza dos guedejas de pelo negro y barnizado, que, formando un bucle convexo, se introducían por bajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador; las patillas, la barba y el bigote, formando una continuación de aquella espesura daban con dificultad permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío; una frente triangular y fatídica. Tal era la vera efigies de mi sobrino, y no hay que decir que tan uniforme tristura ofrecía no sé qué de siniestro e inanimado, de suerte que no pocas veces, cuando cruzado de brazos y la barba sumida en el pecho, se hallaba abismado en sus tétricas reflexiones, llegaba yo a dudar de si era él mismo o sólo su traje colgado de una percha; y acontecióme más de una ocasión el ir a hablarle por la espalda, creyendo verle de frente, o darle una palmada en el pecho, juzgando dársela en el lomo.
- Los Apostólicos, de Benito Pérez Galdós (1879)
Hacia el promedio de la calle del Duque de Alba vivía el señor don Felicísimo Carnicero […]. Era de edad muy avanzada, pero inapreciable, porque sus facciones habían tomado desde muy atrás un acartonamiento o petrificación que le ponía, sin que él lo sospechara, en los dominios de la paleontología. Su cara, donde la piel había tomado cierta consistencia y solidez calcárea, y donde las arrugas semejaban los hoyos y los cuarteados durísimos de un guijarro, era una de esas caras que no admiten la suposición de haber sido menos viejas en otra época.
- “La nochebuena de 1836”, de Mariano José de Larra (1836)
Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por tanto, es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa; es decir, que es bueno; las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y a otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva!
- La Pequeña Dorrit, de Charles Dickens (1857)
El señor Merdle dio el brazo para bajar al comedor a una condesa que se hallaba recluida Dios sabe dónde en lo más profundo de un vestido inmenso, con el que ella guardaba la proporción que guarda el cogollo con el repollo crecido y completo. Si se me admite este símil tan bajo, el vestido descendía por las escaleras lo mismo que un riquísimo prado de seda brochada, sin que nadie se diese cuenta de lo pequeñísima que era la persona que lo arrastraba.
- David Copperfield, de Charles Dickens (1849-50)
—¿Cómo se encuentra hoy la señora Fibbitson? —dijo el maestro, mirando a otra anciana que estaba sentada junto al fuego en un amplio sillón y que producía el efecto de ser un puro montón de ropas, hasta el punto de que aun hoy día estoy satisfecho de no haberme sentado por equivocación encima de ella.
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