El Porfiriato, ese largo preludio a la Revolución
Todo el mundo sabía, en el México de finales del siglo XIX, quién era el general Porfirio Díaz. Muchos lo conocían como el “héroe del 2 de abril”, ya que había estado al mando de las fuerzas mexicanas en la toma de Puebla de 1867. Otros lo recordaban porque compitió en dos ocasiones por la presidencia de México con el mismísimo Benito Juárez, y cuando fue derrotado por segunda vez en los comicios, proclamó el Plan de la Noria, oponiéndose por las armas a la reelección de Juárez.
“Porfirio de la Noria”, como lo apodaron entonces, tampoco logró hacerse con el poder en ese alzamiento, pero la muerte de Juárez en 1872 le brindó el terreno propicio para abandonar las armas y retirarse de la vida pública. Sebastián Lerdo de Tejada asumía la presidencia interina y nadie habría sospechado que ese mismo Porfirio Díaz, más adelante, gobernaría los destinos de México durante 31 años.
A pesar de todo, Díaz era un militar que gozaba de simpatías entre la población, dado su destacado rol en la defensa de la patria contra la intervención extranjera. Su consigna de “Sufragio efectivo; no reelección” hablaba de un compromiso con la democracia y la alternancia de poderes, de modo que a nadie le extrañó cuando en las elecciones extraordinarias de 1872 se postuló nuevamente como candidato, contra Lerdo de Tejada. Y seguramente a nadie le extrañó que volviera a ser derrotado en las urnas.
De modo que Díaz tuvo que conformarse con aspiraciones más modestas: fue diputado federal en 1874 y se opuso a muchas de las medidas del gobierno de su rival. Pero la figuración pública no era precisamente su fuerte: frente al pleno de la Cámara de Diputados, en ocasión de defender las pensiones asignadas a los veteranos de guerra, se hizo un lío y acabó en las lágrimas, lo que lo convirtió en el hazmerreír de la política mexicana del momento.
El movimiento porfirista, no obstante, ganó adeptos en el pueblo gracias a la creciente impopularidad de Lerdo de Tejada. Su gobierno había elevado los impuestos, expulsado a las órdenes religiosas y disminuido el comercio con Francia e Inglaterra. De modo que en 1875, cuando anunció su deseo de reelegirse para el cargo en las elecciones del año que viene, Porfirio Díaz intuyó que su momento había, finalmente, llegado.
La Revolución de Tuxtepec
Tal y como había hecho antes contra Benito Juárez, Díaz se alzó en armas contra el gobierno y anunció el Plan de Tuxtepec, al cual numerosos militares se plegaron, y que contó con el visto bueno de la Iglesia Católica. Así tuvo inicio la última guerra civil mexicana del siglo XIX. Y no empezó con buen pie para las fuerzas de Díaz, que sufrieron su primera derrota en Icamole, Nuevo León, el 10 de marzo de 1876. Aquel comienzo le valió a Díaz el apodo de “el llorón de Icamole” por parte de sus detractores.
Eventualmente, la cosa pintaba tan mal que Díaz tuvo que huir a Cuba, por aquel entonces todavía en manos de los españoles, y allí reclutar un ejército para volverlo a intentar. Y esta vez corrió con mucho mejor suerte. Gracias a la combinación de sus tropas y las de Manuel González, el 21 de noviembre Díaz tomaba la capital mexicana erigiéndose, por fin, como presidente provisional de la República, tras la huida al exilio de Lerdo de Tejada.
Su primer mandato inició, sin embargo, en 1877, luego de que fuera dado como ganador de las elecciones extraordinarias que se celebraron el 25 de marzo. Sería un período presidencial de 4 años, que culminaría en 1880 y no tendría lugar para la reelección, tal como el propio Porfirio Díaz lo pedía en sus consignas. Irónicamente, este fue el comienzo de un largo período de la historia mexicana que será conocido como “el Porfiriato”.
Los comienzos del Porfiriato
El gobierno inicial de Díaz tuvo dos grandes propósitos: pacificar el país, que desde sus días de la Guerra de Independencia no había podido gozar de paz y crecimiento comercial duraderos, y conseguir unas relaciones plenas con los Estados Unidos, a través de un acuerdo para el pago de la deuda externa. Su consigna fundamental fue “orden y progreso”, heredada del positivismo de Auguste Comte, bajo la llamada “paz porfiriana”, obtenida gracias a los poderes extraordinarios concedidos por el Congreso para que combatiera y eliminara el cacicazgo y la desunión.
En general, el gobierno de Díaz tuvo éxito en sus propósitos fundamentales, pero no podía reelegirse en 1880, así que un año antes ya corrían diferentes rumores respecto a quiénes serían los candidatos del Partido Liberal. En medio de un clima de rebeliones, como era costumbre en el siglo XIX, se anunció la candidatura de Manuel González, ministro de Guerra y compañero de lucha de Porfirio Díaz, mientras que los alzados eran reprimidos implacablemente por el gobierno de Díaz bajo la consigna de “mátalos en caliente y después averiguas”. Una actitud que buena parte del pueblo mexicano no le perdonaría.
Los comicios de 1880 se dieron sin mayores contratiempos y Manuel González fue elegido para la presidencia de México. El suyo fue un gobierno irregular, centrado en el progreso económico y tecnológico (por ejemplo, se dieron concesiones para la creación de la primera red de telégrafo y se fundaron varios bancos), pero siempre a la sombra de numerosos escándalos de corrupción y de mal manejo público. Para colmo, a finales de 1881, el gobierno emitió la moneda de níquel, en reemplazo de la de plata, lo cual trajo consigo una crisis económica y casi arrojó al país de cabeza a una nueva guerra civil, de no haber sido porque Díaz intervino para calmar el ambiente.
Lo cierto es que las propias fuerzas políticas de Díaz promovieron estas acusaciones de corrupción contra González, con el propósito de que su gobierno fuera efímero y le devolviera el mando a Díaz en 1884. Hubo ataques personales, rumores sobre su moralidad, todo a pesar de que Díaz ocupaba el cargo de ministro de fomento en el gobierno de González y, luego de 1881, como gobernador de Oaxaca.
Así, el gobierno de González llegó a su fin y, en contra de lo que muchos pensarían, Díaz anunció su candidatura, con el apoyo de la iglesia y de los sectores empresariales.
La larga mano del caudillo
Desde el 1 de diciembre de 1884 hasta el inicio de la Revolución Mexicana en 1911, el mando político de México recayó de manera ininterrumpida en las manos de Porfirio Díaz. De hecho, el único paréntesis que hubo en los 31 años de Porfiriato fue el de los 4 años de gobierno de González, en los que Díaz, de todos modos, estuvo siempre presente.
Bajo el mando de Díaz, nuevamente la república mexicana guió sus esfuerzos hacia el orden, la estabilidad y el progreso tecnológico, a pesar de contar con la continua oposición de los sectores izquierdistas, que abogaban por un reparto más justo de la plusvalía. Otro sector enemistado con el gobierno fue el de los pueblos aborígenes, como los yaquis en Sonora.
Aunque el gabinete inicial de Díaz estuvo integrado en su casi totalidad por antiguos combatientes de la Revolución de Tuxtepec, a partir de su segundo gobierno se hizo presente una mayor amplitud política, que permitía el ingreso de muchos seguidores de Juárez e incluso lerdistas e imperialistas (o sea, funcionarios del ya extinto Segundo Imperio Mexicano). Este control casi pleno del país le permitió al gobierno invertir en cultura y ciencia de un modo imposible para muchos de sus predecesores, lo cual se tradujo en un florecimiento de las artes, la literatura y la arquitectura.
Además, el gobierno de Díaz invirtió fuertemente en la expansión de la red ferroviaria, de la mano de empresas europeas, especialmente de Reino Unido, y otorgó hacia finales del siglo el control de la red a empresas nacionales privadas. Asimismo, la explotación de los recursos naturales de México fue masiva y en conjunto con inversión internacional, y con ellas llegó también la electricidad y un aumento relativo en la producción agropecuaria. La economía mexicana creció, aunque claramente orientada hacia la dependencia de los mercados europeos, cosa que hacia comienzos del siglo XX acabó jugando muy en su contra.
En cuanto a la educación, tema polémico desde los años de Benito Juárez, el gobierno de Díaz logró un cierto grado de conciliación con la Iglesia católica, a través de un modelo de instrucción pública masivo, positivista, pero que dejaba cierto lugar al humanismo. Para ello, hizo falta a menudo enfrentarse a caciques locales y hacendados poderosos, pero el dominio de Díaz sobre el país era férreo.
De hecho, la libertad de prensa era casi inexistente, ya que estaba vigente la “Ley mordaza” desde 1882, que facultaba al gobierno para apresar periodistas impunemente. Eso ocasionó que el número de periódicos, que en 1888 era de alrededor de 130, pasara a tan solo 54 cuando finalizó el Porfiriato.
El mismo trato se le dispensó a la intelectualidad mexicana, a muchos de los cuales se “compró” otorgando cargos públicos, mientras que a sus adversarios políticos se les deparaba la violencia y la represión sin cuartel. Fue así como se controlaron las rebeliones campesinas de 1886, las guerras de guerrillas de los pueblos yaqui, las guerras mayas en Yucatán o la rebelión indígena de Tomochi de 1891.
Por último, la permanencia de Díaz en el poder desde 1888 se dio a través de la reelección indefinida, que fue incorporada a la Constitución, traicionando lo que Díaz profesó durante las décadas previas a su gobierno. Díaz se reeligió en 1888, 1892, 1896, 1898 y 1904. Además, en su gobierno se anuló la autonomía federal, y era el propio caudillo quien redactaba las listas de candidatos para las gobernaciones de los estados.
Chispas de la Revolución
A pesar de la estabilidad política y económica que el Porfiriato trajo consigo, México entró al siglo XX en plena crisis social y económica. Por un lado, el campesinado y la clase obrera vivían en condiciones miserables, totalmente excluidos de la bonanza que su propio trabajo hacía posible. Por el otro, el mundo vivió una gran recesión a finales del siglo XIX y la demanda de los recursos mineros mexicanos se derrumbó, lo cual condujo a la depreciación del peso mexicano y a una balanza de pagos muy desfavorable.
Se produjeron, por lo tanto, los primeros alzamientos en contra del gobierno federal, particularmente entre los sectores obreros y campesinos. Hubo numerosas huelgas y demandas de mejora laboral, en las que el gobierno de Díaz intentó mediar entre trabajadores y patronos: la Huelga de Cananea, en Sonora, de 1906; la Rebelión de Acayucan, en Veracruz, en el mismo año, y la Huelga de Río Blanco, también en Veracruz, pero de 1907. Pero las negociaciones no condujeron a ningún lado y el gobierno recurrió a la violencia para aplacarlas.
Para Díaz, el país no estaba “listo” para retomar la democracia, pero aun así anunció que no se presentaría a las elecciones de 1910. Ya lo había hecho con anterioridad: en 1900 y luego en 1904, solo para instigar a la competencia entre sus posibles sucesores y acabar concluyendo que, dadas las cosas, mejor continuaba un rato más en el poder.
Sin embargo, en 1910 esa estrategia no tuvo el resultado esperado: Francisco I. Madero era el candidato favorito para reemplazarlo al mando de México, bajo una consigna antirreeleccionista muy similar a la que el propio Díaz había emprendido contra Juárez hacía décadas. Y la solución que Díaz dio a este inconveniente fue, simplemente, mandar a apresar a Madero y celebrar las elecciones teniéndolo en la cárcel.
Madero logró escapar y exiliarse en los Estados Unidos, país con el cual las relaciones diplomáticas de México habían comenzado a agriarse en el siglo XX, y con el Plan de San Luis convocó al pueblo mexicano a alzarse en armas contra el tirano, a quien desconocía como presidente legítimo. La chispa de la Revolución Mexicana había sido encendida y el Porfiriato llegaba a su fin.
La caída del Porfiriato
La lucha armada entre las fuerzas revolucionarias y el gobierno de Díaz tuvo comienzo el 20 de noviembre de 1910, luego de que el caudillo y su vicepresidente, Ramón Corral, fueran proclamados en sus cargos. Ya en 1911 numerosos estados se habían sumado a los alzados, al mando de los futuros líderes revolucionarios, Pascual Orozco, Francisco “Pancho” Villa y Emiliano Zapata. Y la derrota de las tropas porfiristas en Ciudad Juárez el 10 de mayo de 1911 puso en evidencia que el gobierno tenía sus días contados.
Con más de ochenta años, aquejado de sordera y agotamiento físico, Porfirio Díaz comenzó a redactar su renuncia, que presentó a la Cámara de Diputados a las once de la mañana del 25 de mayo, en medio de una manifestación de más de mil personas que exigían su renuncia en la Ciudad de México.
Francisco León de la Barra, su hasta entonces ministro de Relaciones Exteriores, ocupó su lugar al mando del Poder Ejecutivo, mientras Díaz y su familia emprendían el exilio hacia París, Francia. De golpe, el sólido Porfiriato se había derrumbado, y México se preparaba para una larga y sangrienta guerra civil: la Revolución Mexicana.
Referencias:
- “Porfirio Díaz” en Wikipedia.
- “Porfiriato” en Wikipedia.
- “El Porfiriato” en el Gobierno de México.
- “Porfiriato (Mexican history)” en The Encyclopaedia Britannica.
¿Qué es una crónica?
Una crónica es un tipo de texto narrativo en el que se abordan hechos reales o ficcionales desde una perspectiva cronológica. A menudo son narrados por testigos presenciales, a través de un lenguaje personal que echa mano a recursos literarios. Considerado usualmente como un género híbrido entre el periodismo, la historia y la literatura, la crónica puede abarcar tipos de narración muy diferentes, como son la crónica de viajes, la crónica de sucesos, la crónica gastronómica, etcétera.
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