La crónica literaria es un género narrativo contemporáneo, producto del acercamiento entre el periodismo y la literatura, en el que se ofrecen al lector episodios reales (o imaginarios, pero enmarcados en contextos reales) narrados mediante las herramientas y recursos literarios.
Usualmente se considera a la crónica literaria como un género difícil de definir, que mezcla a su antojo la ficción y la realidad, los puntos de vista y los datos de investigación, con el objetivo de ofrecer al lector una reconstrucción muy cercana de la experiencia vivida por el autor.
En ese sentido, el cronista mexicano Juan Villoro la define como “el ornitorrinco de la prosa”, dado que tiene, como el animal, características de distintas especies.
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Características de la crónica literaria
Si bien es complejo fijar las características de un género tan diverso, suele pensarse la crónica como una narración sencilla, de fuerte tono personal, en la que se ofrece un contexto histórico o cronológico como marco de los hechos narrados.
A diferencia de la crónica periodística o periodístico-literaria, en la que se cuida la fidelidad con los hechos verdaderos, la crónica literaria aporta descripciones subjetivas que permiten transmitir sus percepciones personales.
En algunos casos, como en Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez o en Crónicas marcianas de Ray Bradbury, este contexto sirve más bien de excusa para explorar eventos enteramente ficcionales. Otras aproximaciones, como las de Gay Talese o la ganadora del Premio Nobel ucraniana Svetlana Aleksiévich, persiguen un efecto más periodístico, aferrándose a la vida de personajes reales o de eventos comprobables de la historia.
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Ejemplo de crónica literaria
“Una visita a la ciudad de Cortázar” por Miguel Ángel Perrura
Después de leer tanto a Cortázar, Buenos Aires se hace conocida. O al menos una especie de Buenos Aires: afrancesada, de cafés, de librerías y pasajes, con toda la magia que este autor argentino le imprimió desde el exilio.
Y es que Cortázar optó por la nacionalidad francesa en 1981, como una protesta por la dictadura militar que asolaba a su país, del que había partido, enemistado con el peronismo, décadas antes. Podría decirse que, despojado de la presencia real de su ciudad, el autor de Rayuela procedió justamente a crearse su propia ciudad, a partir del recuerdo, la añoranza y las lecturas. A ello se debe que sus personajes nunca hablaran como la Buenos Aires contemporánea, a la que volvió en 1983 cuando volvió la democracia, sino como aquella remota Buenos Aires que había dejado atrás cuando joven.
Para un lector de Cortázar como yo, español de nacimiento, Buenos Aires tenía esa aura mágica y paradójica de la vida real. No es así, desde luego, o no exactamente así. La capital argentina es, ciertamente, una ciudad encantadora, de cafés y pasajes, de librerías y marquesinas.
Lo comprobé cuando la pisé por primera vez en 2016. Iba en unas brevísimas vacaciones, por apenas tres días, pero tenía una misión secreta en mi interior: reconstruir la ciudad de Cortázar a medida que la caminara. Quise pisar los mismos lugares que el cronopio, quise tomar los mismos cafés que él tomara y mirar con sus ojos la calle, guiándome por su obra maravillosa. Pero claro, no todo sale como uno se lo esperaría.
El tránsito entre el aeropuerto y la ciudad fue sombrío, a medianoche, a pesar de las luces por doquier. Desde el avión había visto la ciudad como un retablo de luz, una cuadrícula encendida que irrumpía en la negrura vasta pampeana. Podría haberme dormido durante la mayor parte de trayecto, víctima del jet lag, de no ser porque corría el riesgo de despertar, como el protagonista de “La noche boca arriba” en algún otro lugar, y perderme mi llegada a la capital suramericana.
Bajé del taxi a las dos de la mañana. El hotel, ubicado en Callao y Santa Fe, lucía tranquilo pero concurrido, como si nadie se enterase a pesar de la hora de que debía dormir. Una ciudad alucinada, insomne, muy cónsona con la obra cortazariana, pródiga en desvelos. La arquitectura a mi alrededor parecía arrancada de la Europa que había dejado en casa unas doce horas atrás. Entré al hotel y me dispuse a dormir.
El primer día
Desperté con el ruido del tránsito a las diez de la mañana. Había perdido mis primeros rayos de sol y debía apurarme si quería aprovechar los tenues días de invierno. Mi itinerario riguroso comprendía el café Ouro Preto, donde dicen que Cortázar recibió una vez un ramo de flores -no sé de cuáles- después de que participara de carambola en una manifestación. Es un lindo relato contenido en Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar de Diego Tomasi.
También pretendía visitar la librería norte, donde solían dejarle paquetes, ya que la dueña era amiga personal del escritor. En vez de eso, salí a buscar un desayuno entre el maremágnum de cafés con medialunas y dulces en que consiste la pastelería porteña. Al final, después de caminar y elegir por más de una hora, me decidí a almorzar temprano, para tener energías y caminar. Di con un restaurante peruano, verdaderas perlas gastronómicas en la ciudad de las que nadie o pocos hablan, seguramente por tratarse de un elemento foráneo. Y todos saben lo resistentes que son los argentinos con lo de afuera.
Lo siguiente fue comprar la SUBE y una Guía T, mapa de la ciudad, y dedicar más de una hora a descifrarlo, antes de darme por vencido y tomar un taxi. Buenos Aires es un laberinto perfectamente cuadriculado, no me extrañaba que en cualquier vuelta de esquina pudiera tropezarme con la figura alta y desgarbada del cronopio, yendo o viniendo en alguna misión secreta e imposible, como su Fantomas.
Finalmente conocí la librería y conocí el café. Me extrañó la ausencia de placas en su nombre o de figuras de cartón que lo reprodujeran. Puedo decir que estuve un buen rato en cada lugar, tomando café y revisando novedades, y nunca dejé de sentir su ausencia como un fantasma compañero. ¿Dónde estás, Cortázar, que no te veo?
El segundo día
Una buena noche de sueño y unas horas de consultar en Internet me aclararon mucho más el panorama. Plaza Cortázar surgió como un referente vago, tanto como el Café Cortázar, repleto de fotografías y frases célebres de sus novelas. Ahí sí encontré a Cortázar, uno recién tallado en el imaginario local, tan pródigo en Borges, Storni o Gardel. ¿Por qué no hay más de Cortázar, me preguntaba, mientras deambulaba detrás de sus pistas misteriosas? ¿Dónde estaban las estatuas y las calles con su nombre, los museos dedicados a su memoria, su estatua de cera un tanto ridícula en el Café Tortoni cerca de la Plaza de Mayo?
El tercer día
Después de un almuerzo prominente y carnívoro y de consultar a varios taxistas, lo entendí: estaba buscando a Cortázar en el lugar equivocado. La Buenos Aires del cronopio no era ésa, sino la que había soñado despierto y que estaba escrita en los varios libros en mi valija. Allí estaba la ciudad que perseguía, como los sonámbulos, al mediodía.
Y cuando entendí eso, de golpe, supe que podía emprender el regreso.
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