Los derechos de los animales: una deuda legislativa pendiente para la humanidad
La legislación sobre los derechos de los animales o, como muchos prefieren referirse a ellos para recordarnos que no somos tan distintos, los “animales no humanos”, es un fenómeno bastante reciente en la historia del derecho, si bien existen notorios antecedentes en épocas antiguas.
Se tuvo que esperar hasta el siglo XVII para la aparición formal de las primeras leyes que prohibían los tratos crueles hacia ciertos animales: en Irlanda en 1635 se prohibía atar arados a las colas de los caballos, por ejemplo, mientras que en la colonia estadounidense de Massachusetts se aprobó en 1641 un cuerpo de leyes en defensa de los animales domésticos. Todo ello como preludio a los desafíos filosóficos que el británico John Locke hizo a finales de siglo de las posturas tradicionales cartesianas respecto a los animales, según las cuales estos no eran más que autómatas programados por Dios, incapaces de sufrir o sentir.
Desde aquel entonces, el derecho animal se convirtió, poco a poco, en un tema digno de estudio e interés. Alrededor de 100 facultades de derecho en el mundo imparten asignaturas al respecto, incluídas las prestigiosas Harvard, Stanford, Duke, UCLA y Michigan State University en los Estados Unidos y, sin embargo, una declaración universal de los derechos de los animales no tuvo lugar hasta 1978.
Una declaración, de paso, que a pesar de ser apoyada por Unesco y por el consenso ecologista del planeta, nunca pasó de ser una rutilante declaración de intenciones: se estableció el día 4 de octubre como el Día Internacional de los Derechos Animales y se consagró en 14 artículos escritos el deber ser del trato entre el ser humano y los animales, pero en ningún momento se dispuso de medidas reales, concretas y eficientes para garantizar lo acordado, especialmente porque ello marcha en contra de las grandes industrias alimentarias. Es sencillo reaccionar ante un hombre que apalea a su perro pero qué difícil resulta avanzar sobre una de las mayores industrias del planeta y una de las principales responsables del maltrato animal contemporáneo.
El debate, hay que reconocerlo, no es simple. Otorgar derechos a seres vivientes que jamás podrían hacer uso voluntario de ellos, que no pueden respetar los derechos de otros es un reto al pensamiento legislativo, especialmente en temas alimentarios, donde estos derechos entran en conflicto con los derechos humanos.
Muchos, en esta línea de reflexión, insisten en que no hace falta otorgar derechos a los animales, sino hacer cumplir un estricto código ético a los seres humanos. A fin de cuentas, somos nosotros quienes podemos sentir empatía por la vida breve y repleta de sufrimiento que muchos animales experimentan en la actualidad.
En el año 2000, la Organización de las Naciones Unidas se planteó asumir esta última postura en su Declaración Universal sobre el Bienestar Animal, que no ha podido aún ser aprobada por este organismo. El propósito de esta declaración no era más que reconocer y formalizar internacionalmente algo que para cualquier persona dotada de un margen mínimo de empatía resultaría obvio: que los animales son seres vivos capaces de sentir y de sufrir, muchos de ellos en medidas muy cercanas (si no idénticas) a las del ser humano; y que los ejercicios de crueldad hacia ellos constituyen un dilema ético y moral para nuestra especie. Pero incluso un planteamiento tan obvio como este resulta complejo de formalizar en la legislación internacional.
Otras iniciativas de ámbito más local han tenido un mayor éxito al respecto, como el Tratado de Lisboa de 2007, en el que los Estados de la Unión Europea se comprometían a desarrollar una legislación efectiva respecto al maltrato animal, cosa que han hecho apenas Bélgica, Francia, Hungría y España, con sus respectivas Leyes de Protección Animal. Leyes similares exhiben las legislaciones de Chile, Brasil y Argentina, en América del Sur, y las de apenas algunos de los Estados Unidos.
Sucede que la cría y el sacrificio en condiciones crueles, poco higiénicas y degradantes (tanto para los animales como para los humanos que se ocupan de ello) responden en cierta medida a la necesidad de manufacturar alimentos a un ritmo constante y vertiginoso.
Un consumo cárnico más responsable no solo colaboraría con el medio ambiente, sino que rebajaría la presión en el aparato ganadero y de cría (lo haría menos rentable) para permitir el surgimiento de nuevos modelos, que atiendan el llamado ético respecto del sufrimiento animal y de paso reduzcan el riesgo de aparición de infecciones zoonóticas, minimicen el impacto de esta industria en la resistencia bacteriana a los antibióticos y, en fin, nos permitan llevar una existencia más saludable en el planeta, tanto para nosotros como para el resto de los seres vivientes que nos acompañan.
Referencias:
- “¿Qué es un ensayo científico?” en la Universidad Nacional de Trujillo (Perú).
- “Derechos de los animales” en Wikipedia.
- “Los derechos de los animales” por Daniela Castillo y Roberto Wesley en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo (México).
- “La Declaración Universal de los Derechos de los Animales, papel mojado” en la revista Consumer (España).
¿Qué es un ensayo científico?
Un ensayo científico es un tipo de escrito que aborda un tema científico, lo explora en profundidad y sostiene sus hallazgos, hipótesis y conclusiones en la evidencia científica, esto es, en investigaciones propias y/o ajenas en el área. Se trata del tipo principal de documentos en las publicaciones científicas y divulgativas, dirigido a un público especializado o general, y cuyo propósito fundamental es transmitir y preservar el saber científico.
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