La huella silenciosa de las redes sociales en nuestra cultura
Son muchos y muy profundos los cambios que internet ha traído a la sociedad moderna: facilidades en el intercambio comercial, en la comunicación interpersonal, en el manejo de grandes volúmenes de información, etcétera. Sin embargo, de todos los efectos que tiene, positivos y negativos, aquellos que tienen que ver con nuestra manera de pensar son, probablemente, los menos visibles y, por ende, de los que menos se habla.
No es nuestra intención en este ensayo defender posiciones conservadoras que perciben la tecnología como una amenaza, sino todo lo contrario: llamar la atención sobre el fenómeno cultural que acontece allí, bajo nuestras narices, en cada teléfono “inteligente” que le entregamos a un niño y, sobre todo, en cada perfil de redes sociales que le dejamos administrar. Será en esto último en lo que centremos nuestras reflexiones.
Calibrando la mira
Mucho se ha hablado de los riesgos físicos y psicológicos que se corren al ingresar a los espacios de redes sociales. Las advertencias respecto de la seguridad informática se centran, en general, en la custodia de los datos personales y privados (números telefónicos, números de tarjeta de crédito, dirección postal) y en el contacto con extraños (“grooming”, “cyberbullying”, extorsión), y no tanto en el tipo de contenido que circula en estos espacios. Eso a pesar de que esto último es en realidad, uno de los aspectos de mayor impacto en la cultura contemporánea.
Numerosos estudios se han hecho en universidades de prestigio para intentar definir el impacto emocional de las redes sociales, tratando de dar respuesta a un fenómeno cada vez más evidente: que depositamos en ellas una cantidad de contenido emocional significativa. De hecho, un estudio sobre la autoestima y las redes sociales de la Penn State University, en Estados Unidos, subrayó en 2016 lo evidente: la continua exposición a las vidas de los demás que se produce en las redes sociales, tiene un efecto demoledor en la autoestima del usuario.
Esto es fácilmente interpretable como un efecto colateral de la exposición de los jóvenes —sobre todo, adolescentes— a largos períodos de interacción en redes sociales. Sin embargo, lo llamativo del estudio es que un amplio porcentaje de sus sujetos de estudio eran adultos jóvenes, de quienes se espera justamente un mayor compromiso con la realidad y un manejo más sólido de las expectativas. Quizá estemos apuntando al problema de un modo incorrecto. ¿Qué pasaría si, en vez de abordar el asunto como un tema de salud mental colectiva, lo hacemos en términos culturales?
La cultura de la exposición
En su obra clásica Vigilar y castigar, el teórico Michel Foucault rescataba el concepto medieval de la exomologesis, esto es, la exhibición pública del propio pecado y del arrepentimiento que se practicaba en las antiguas comunidades cristianas, y cuyo resultado era la absolución a partir de la exposición al colectivo: una vez admitido en público el pecado, podía iniciar el perdón. Y este concepto podría ser útil para pensar la cultura que estamos construyendo en las redes sociales.
La exposición continua de las rutinas y los episodios de la vida forman parte de eso que a finales de la década de 1990 se dio por llamar “reality shows” y se transmitía en televisión continuamente. Había canales enteros dedicados a la recreación —ficticia, a quién le cabe duda— de la cotidianidad de una estrella de rock, o de la familia de un actor, o de un conjunto de jóvenes encerrados durante un mes en una cabaña. La idea central del show es que lo real es un asunto consumible, deseable, interesante, siempre y cuando se trate de otra persona.
Esto implicaba cierto margen de ingenuidad cuando los protagonistas del show eran los ricos y famosos. Pero ahora las redes sociales han desplazado el eje hacia la propia vida de los usuarios, y los invita a compartirla como si así pudieran ocupar el lugar central de las antiguas estrellas de rock, a la par que los invita a compararla con las vidas ajenas. Y, como bien lo dice el proverbio anglosajón, el pasto siempre es más verde en la vereda de enfrente.
Así, la cultura de la exposición recompensa al individuo con la validación de los demás (extraños, viejos conocidos, familiares, colegas, todo vale lo mismo: un “like”), siempre que cumpla con exponer su vida o sus pensamientos, compitiendo histéricamente con una masa informe y anónima de usuarios. Así, de ser consumidores de contenido, pasamos a ser sus generadores, sin cobrar por ello sino un dividendo simbólico, irreal. Los “amigos” de Facebook no son realmente amigos. Los “seguidores” de Twitter no nos siguen realmente.
La casa siempre gana
Se hace evidente, al pensarlo de esta manera, que el juego no se puede ganar. El sueño de todos los usuarios “famosos” de redes sociales, o sea, los influencers o “influenciadores”, es ser adoptados y exprimidos por el engranaje, para brindar entretenimiento al resto y permitirles a las marcas corporativas un público cautivo para promocionar sus productos: abiertamente, en el caso de la publicidad, o de manera velada y manipuladora, en el caso del product placement, o sea, la publicidad que se disfraza como vida real del influencer.
De este modo, la casa gana siempre: se mantiene a la base de usuarios sedientos de entretenimiento rápido, diseñado directamente para nuestros gustos y curiosidades, a cambio de secuestrar su tiempo, su atención y su autoestima, ya que la continua comparación con vidas “ejemplares” le hace percibir que la suya es, en cambio, insignificante, pues nadie le revela los efectos especiales de la película, nadie descorre la cortina de la ficción lucrativa que hay en las redes sociales. No hay forma de ver los bastidores, de observar a la estrella de cine sin maquillaje, pues se supone que lo que se nos muestra de ella es “la realidad”.
Este es, para finalizar, el planteamiento de base de una cultura de la exposición que se afianza en las generaciones jóvenes. No en vano se aprecia en ellas una continua disposición al victimismo, al narcisismo, a adoptar etiquetas fáciles en lo político, lo social o incluso lo rayano en lo psicótico (como el terraplanismo y otras teorías de conspiración). Los efectos de esta cultura, de esta educación que demuele las saludables barreras entre el deseo y sus fantasmas y la realidad cotidiana, irónicamente, se pueden apreciar también en las redes sociales. Pero también, si sabemos mirar, en nuestra vida real.
¿Qué es un ensayo?
El ensayo es un género literario, cuyo texto se caracteriza por estar escrito en prosa y por abordar un tema específico libremente, echando mano a los argumentos y las apreciaciones del autor, tanto como a los recursos literarios y poéticos que permitan embellecer la obra y potenciar sus rasgos estéticos. Se considera un género nacido en el Renacimiento europeo, fruto, sobre todo, de la pluma del escritor francés Michel de Montaigne (1533-1592), y que con el paso de los siglos se ha convertido en el formato más frecuente para expresar las ideas de un modo estructurado, didáctico y formal.
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Referencias
- “Ensayo” en Wikipedia.
- “Servicio de red social” en Wikipedia.
- “Red social” en el Diccionario Panhispánico de Dudas de la Real Academia Española.
- “Las redes sociales una revolución comunicativa” en La Vanguardia.
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