El reloj de arena
A María siempre le gustaron los relojes de arena. Tanto así, que tenía uno tatuado en un hombro, diminuto, que se había hecho en su cumpleaños, y otro, real, sobre la mesita de noche, que había comprado en un viaje que hizo a España con su hermana mayor. Para ella eran la promesa de que lo mejor de la vida estaba por venir, de que simplemente debía tener paciencia. María no era una mujer paciente.
Por eso cuando conoció a Ezequiel, los dos esperando un tren que habría de llevarlos al trabajo, apenas pudo prestarle atención, enfrascada como estaba en los veinte minutos de retraso del transporte. Ni siquiera cuando aquel muchacho simpático le preguntó la hora (¿Quién pide la hora hoy en día?), lo cual evidentemente era una excusa para iniciar la conversación. María le sonrió (una sonrisa parca) y sin decir palabra le señaló el reloj digital que había en la pared.
“¿Vas tarde?”, le dijo entonces Ezequiel, que vestía con traje y corbata. María pensó que tal vez trabajaría en un banco. Ella, en cambio, era diseñadora, y podía vestir como le diera la gana.
“Sí”, respondió ella, “siempre voy tarde, no sé por qué”.
“Bueno, es mejor que llegar siempre temprano”, se rió Ezequiel.
“¿Por qué?”
“Porque tendrías que esperar”.
“Uy, no. Soy pésima esperando”, admitió María.
“Ya ves”. Los dos compartieron una sonrisa (una sonrisa sincera). Y antes de que pudieran agregar otra palabra, el parlante de la estación anunció la suspensión del servicio, y una ola de gente barrió el andén, y los empujó en direcciones contrarias. María llegó tardísimo a la oficina y no volvió a pensar en aquel desconocido.
Y así habría sido el resto de su vida, de no haber coincidido nuevamente, unos pocos días después, al salir de la oficina, bajo una lluvia necia, insistente, que había sorprendido a María sin un paraguas. Había quedado en salir con sus mejores amigas, pero antes debía pasar por su casa y, para variar, iba tarde. Así que pisó la calle y alzó la mano para llamar un taxi, pero pasó media hora y ninguno se detuvo. Finalmente, divisó uno al final de la calle y corrió hacia él, solo para coincidir con un hombre de traje que sujetó, segundos antes, la misma manija de la puerta.
María ya estaba a punto de pelearse por el derecho al taxi, cuando reconoció a Ezequiel, que la miraba divertido a su lado.
“¿Vas tarde otra vez?”, fue su saludo.
Esta vez María lo recibió con entusiasmo, como si fueran viejos amigos, y le propuso que compartieran el taxi. Él aceptó. Iban a sitios distintos, pero no muy lejanos. Fue así como se conocieron: compartiendo el asiento trasero de un taxi que olía a naftalina. Bajaron del taxi en un mismo lugar, una cafetería intermedia entre sus destinos, y conversaron durante el tiempo suficiente para entender que no solo se gustaban, sino que eran perfectos el uno para el otro. Allí donde María era visceral y agresiva, Ezequiel era paciente y delicado. Donde ella era apasionada, él tenía curiosidad. Un magnetismo recién descubierto los empujaba el uno hacia el otro.
Solo había un “pequeño” problema: Ezequiel estaba comprometido. Su matrimonio tendría lugar en unos meses, con una chica de buena familia que trabajaba en la misma empresa contable que él. Y aunque se sentía ferozmente atraído por María, no iba a lanzar por la borda una vida planificada, lenta, como la que llevaba. María sencillamente había llegado tarde a su vida.
Esa tarde se despidieron y prometieron quedar como amigos, aunque a ninguno le entusiasmaba la idea de estarse recordando todo el tiempo lo imposible. Pero tampoco se animaron a decirse adiós. Continuaron hablando, por mensajes de texto o correo electrónico, pero incluso así las cosas tendían siempre a descontrolarse. La línea que separa la amistad y el amor se les iba haciendo más delgada con cada intercambio.
Entonces llegó el día del matrimonio de Ezequiel y su posterior luna de miel en Acapulco. No hizo falta ponerse de acuerdo respecto a la distancia. Simplemente dejaron de escribirse. Lo que no podía ser no fue. María estuvo triste unas semanas, en las que bebió y bailó con sus amigas a diario, y en las que jugó a enamorarse de varias personas que fue conociendo en el camino. Muy en el fondo, quería estar sola. Quería esperar. No sabía por qué, pero quería esperar. Pero María no era una mujer paciente.
Fue así que a los pocos meses conoció a Martín. Un tipo fogoso, como ella, repleto de tatuajes, con el que podía bailar hasta la madrugada y que siempre parecía dispuesto a algo nuevo. Era como encontrarse consigo misma, pero en un cuerpo de varón. Y se atrajeron el uno al otro como dos automóviles en un accidente de tránsito.
Atrapados el uno en el otro, comenzaron una relación intensa, que con el tiempo fue llenando más y más las expectativas de María: se fue haciendo profunda, libre, descarnadamente sincera. Y cargada de un amor muy distinto al que había sentido por Ezequiel: este era un amor impaciente, atrevido, como ella, como Martín. Un año después de conocerse en una discoteca, y en contra de lo que todas sus amigas habían previsto, María y Martín planeaban su vida juntos. El nombre de Ezequiel pasó a ser uno más en la agenda telefónica de María.
Hasta que un día, el menos sospechado, María recibió un mensaje de su antiguo enamorado. La extrañaba, quería saber cómo estaba. Y así volvieron a verse, en la misma cafetería en donde se habían conocido, casi dos años atrás. Ezequiel vestía traje y una corbata, casi idénticos a los que llevaba aquel día en que se habían visto por primera vez. Se veía triste, arrepentido. Su matrimonio se había desinflado, se había vuelto gris en muy poco tiempo, y habían decidido separarse.
María, en cambio, lucía plena, radiante, como un incendio en su máximo momento. Y aunque sentía por Ezequiel una nostalgia inesperada, no logró recordar qué fue lo que le había atraído de él. Su ecuanimidad se había convertido en pasividad, su delicadeza en desánimo. Algo se había apagado dentro suyo, y parecía necesitar del fuego de María para volver a encenderlo. Solo que esta vez fue María quien no se animó a correr el riesgo. Su relación con Martín era un hallazgo valioso, inesperado. Y aunque sentía por Ezequiel una compasión profunda (a fin de cuentas, había estado en su lugar), no supo realmente cómo ayudarlo. Ahora era su turno de esperar.
Esa tarde María le contó las cosas que hizo durante su ausencia y trató de darle ánimos. Le dijo que no se arrepintiera, que no viviera la vida pensando en las elecciones pasadas, y Ezequiel por su parte lloró, aunque no dijo por qué exactamente lloraba. Poco antes de separarse, María le obsequió algo que le había traído: el reloj de arena que había tenido durante años en su mesa de noche. Se lo entregaba como un recuerdo, como un mensaje y una instrucción para la vida.
“¿No te va a hacer falta?”, le preguntó Ezequiel, que de alguna manera parecía un poco más reconfortado.
“No”, respondió ella, señalándose el tatuaje en el hombro, “tengo otro que funciona mucho mejor”.
Referencias:
- “Relato” en Wikipedia.
¿Qué es un relato?
Un relato o narración es un conjunto de sucesos reales o ficcionales organizados y expresados a través del lenguaje, es decir, un cuento, una crónica, una novela, etc. Los relatos forman parte importante de la cultura, y contarlos y/o escucharlos (o, una vez inventada la escritura, leerlos) constituye una actividad ancestral, considerada entre las primeras y más esenciales de la civilización.
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